sábado, 14 de julio de 2018

La crisis


¿Me querés decir qué carajo estás haciendo?

Si, ya sé que cada vez que tenés una crisis producís un cambio, no me lo digas otra vez porque me vuelvo loco, no al pedo te conozco desde que íbamos juntos al jardín.



Es más, me parece que tu primera crisis fue en la primaria, de chiquito nomás, cuando tus viejos se separaron. Tuviste una crisis tremenda y se te dio por quemar los cuadernos. Los tuyos y los de los demás. Flor de quilombo armaste en la escuela con ese ataque de piromaniaco que te llevó a vos derechito al gabinete "de apoyo" –porque por entonces no había sicólogos  como ahora, aunque a vos te hubiera venido muy bien- y al resto del curso a la librería a comprar cuadernos en masa. Te perdonaron, claro, era entendible tu "crisis". Y hasta lograste que tus viejos volvieran a estar juntos aunque no por mucho tiempo. Cuando se volvieron a separar vos ya estabas en otra cosa y no te importó demasiado.

Estabas de novio con esa piba de séptimo, ¿te acordás? Yo sí me acuerdo, la piba me gustaba a mi pero vos te la ganaste con esos arranques de loco que tenías, robándole flores a todas las vecinas para llevárselas a ella y apareciéndote a cualquier hora en su casa, los padres ya estaban podridos. Menos mal que te duró poco y cuando te dejó, tuviste otra crisis. Ya andábamos por primer año y decidiste llevarte todas las materias. Las rendiste todas bien porque cabeza nunca te faltó, pero volviste locos a todos los profesores haciendote el sordo. Ese fue otro cambio importante: te volviste sordo. Solamente yo, que te conocía bien, me daba cuenta de que no era cierto, pero fuiste sordo hasta quinto año.

"Milagrosamente", cuando llegamos a La Plata para estudiar Literatura, vos ya no eras más sordo. Los que te conocían –o creían conocerte-, se pusieron contentos con el milagro. Yo no, yo temblaba pensando cuándo sería tu proxima crisis y en qué te convertirías.

Te pegó por la militancia y dejamos de vernos un tiempo. Eras un comunista de barba desaliñada y agnóstico cuando te dejé ese dia que decidí mudarme a una pensión donde se respirara un clima más normal que el que se vivía en casa con tus compañeros, todos iguales a vos, con Carlitos Marx en los sobacos y la revolución en la boca, entrando y saliendo sin tocar el timbre porque "la propiedad era de todos".

No supe nunca que te pasó en el medio, que cuando te volví a ver, tres años después, con la misma barba desaliñada y la misma mirada de loco, andabas asustando gente con el juicio final, la Biblia en el sobaco y el Jesús en la boca. Te crucé en el parque y casi salgo de raje, pero me reconociste y corriste a mí como si hubiera sido el ángel salvador –capaz que me viste así, para estar a tono con tu cambio místico-, para abrazarme con ese olor a incienso que despedía tu ropa y que a mi casi me hace caer de culo, tan fuerte era.  Fue imposible hablar de algo coherente, te creí perdido entonces y la verdad que la mirada, por lo menos, sí la tenías perdida.

Me acostumbré a ir todas las tardes a ver tu "show", siempre sin creerte demasiado, pero divertido con las reacciones que despertabas en las parejas a las que perseguías gritándoles que estaban en pecado y en las viejas –las más susceptibles de tu auditorio-, que se santiguaban sin parar cuando empezabas con tus discursos del fin del mundo.

Sólo una semana estuve sin ir al mismo banco del parque a verte, porque me acuerdo que me pesqué una gripe fuertísima. Y cuando volvi, ya no estabas. Me dijeron que "al loco de la Biblia" –ese eras vos- se lo había llevado la policía por escándalo público. Hubo quien me dijo que te habían ido a buscar del loquero y algún otro deslizó que habías decidido esconderte del mundo para purificarte. Pero yo siempre supe que habías tenido otra crisis, andá a saber por qué ahora y quién sabe qué camino habías tomado o en qué te habías convertido.

De vez en cuando algún amigo en común me contaba algo de tu vida. Que te habías casado –pobre piba, pensé yo-, que habías tenido una nena, que después tuviste otra y que llegó el varoncito. Que te habías separado –y, lógico, pensé yo-, que te habías ido de la ciudad, que estabas viviendo en el Gran Buenos Aires, sólo.  Ahí te perdí el rastro, ya nadie supo más nada de vos, como si hubieras desaparecido, como si no hubieras existido nunca. Hasta hoy.

Diez años son muchos, Juan, no sé ni cómo te conocí. Es más, jamás, pero jamás te hubiera conocido si no hubieras venido –otra vez- corriendo hacia mí a los gritos, haciendome pasar el papelón de mi vida. No sé por qué habrás entrado en crisis esta vez, de verdad, no me imagino qué pudo haber sido tan fuerte ni qué te empujó a convertirte en lo que te convertiste. Decime una cosa, Juan, ¿qué mierda hacés, pero qué carajo hacés vestido así de mina?

martes, 2 de agosto de 2016

Hace cuarenta años, en la Argentina no éramos felices

por Susy SCANDALI

Durante todo el año este año en que se cumplieron cuarenta del golpe, un numeroso grupo de ciudadanos salió a la calle para recordar una fecha que debe quedar indeleblemente marcada en el corazón de los argentinos. Porque recordar –volver a pasar por el corazón-, es la única manera de que el “nunca más” que se propusieron tantísimos políticos de todos los signos, intelectuales y ciudadanos de a pie, sea realmente posible. Como se propuso un país cuando decidió que la democracia, era el mejor estado para un pueblo.

Este año, el Faro de la Memoria y varias otras organizaciones populares convocaron al “Mar del Plata te canta los cuarenta”, una serie de acciones planificada para todo 2016, por los cuarenta años del Golpe. Carteles en todos los sitios de la ciudad, intervenciones artísticas callejeras, música, teatro, charlas, mucha, mucha memoria y siempre el acompañamiento, todos los jueves, a las Madres que cada vez más grandes y con más dificultades para caminar, siguen manteniendo viva la llama sin bajar jamás los brazos. Ni un solo jueves, llueve, truene o haga frío de esos que duelen como sucede en Mar del Plata, faltan a la cita…

Y allí fueron las y los artistas plásticos a marchar con sus obras, actrices y actores con sus vestuarios, cantantes, concertistas, las murgas, todas las semanas distintas ramas del arte renovando el compromiso: no olvidar.
Toda una ciudad movilizada, leyendo pequeños relatos con historias de lo sucedido hace cuarenta años y en los años posteriores, durante la dictadura, y cuyos protagonistas eran personas simples, tan simples como los que hoy tienen en sus manos estos microrelatos distribuidos por “Mar del Plata te canta los cuarenta” en las colas de los bancos, en las de los supermercados, por la calle, en cualquier momento, a cualquier hora, en cualquier lugar.

La ciudad tiene bien en claro qué pasó hace cuarenta años en el país. Y tiene bien en claro también, que hace cuarenta en la Argentina no eramos felices.


Todas y todos los ciudadanos lo tienen en claro. O casi…

Porque algunos, lamentablemente, perdieron la memoria. Como el intendente de General Pueyrredón, el hombre que por elección democrática -vaya paradoja para quien añora los tiempos de la dictadura- debe representar a Mar del Plata y Batán. El mismo que hace unos días atrás, dijo que quería que “el vecino de Mar del Plata vuelva a ser feliz como hace 40 años…”.
Vladimir y el oso

por Susy SCANDALI

Vladimir estaba acuclillado junto al animal mientras lo acariciaba con ternura como sólo pueden acariciar los hombres rudos, de manos rudas. Sus manos iban y venían sobre la dura pelambre con un movimiento casi automático, contínuo. Ida y vuelta, ida y vuelta sobre la dura pelambre.

Vladimir había llegado a Buenos Aires hacía diez dias y no hablaba ni una palabra de castellano. En realidad, ni siquiera lo necesitaba: su único diálogo era con sus animales. Especialmente con Alexander, el oso que ahora acariciaba sin señales de cansancio en ese movimiento de ida y vuelta de sus manos rudas.

El viaje, por barco, había sido difícil. Demasiado largo para su gusto, demasiado movido, para su gusto.
En el barco todos los artistas del circo y los animales se mezclaban en la tarea cotidiana. Eso no le había molestado para nada. Vladimir y sus osos eran un sólo grupo, una manada. Siempre había sido así, desde que saliera de su Polonia natal en busca de aventuras y le encontrara con sus osos, bajo la lona de un circo.

Desde ese día no tuvo más compañía que ellos. Cuando nació Alexander se sintió un poco padre el también. Y se puede decir que tuvo una nueva infancia, viendo y ayudando a crecer al osezno que poco a poco se fue convirtiendo en ese animal enorme y temible para todos –menos para él- que era Alexander.
Cuando llegó a Buenos Aires, le hicieron entender que debía dejar a sus osos “en observación”.  La rutina oficial así lo imponía y eso le explicaron con profusión de gestos ante su obstinada negativa: “todo va a estar bien”, le decían. Se dejó convencer. En realidad, no le quedaba otra: el circo tenía que seguir viaje y el “trámite” era imprescindible.

Con enorme dolor, dejó que encerraran al grupo de osos en el Zoológico de Buenos Aires. Desesperado, junto a su ayudante se turnaban en las guardias para estar cerca de ellos. No los dejaron quedarse a la noche, así que él aguardaba el amanecer del otro lado del paredón, imaginando que sus osos, especialmente Alexander, sabían que estaba ahí por si lo necesitaban.
Pero una noche algo salió mal. El cuidador que le había dejado la comida a Alexander, olvidó echar llave a la reja. Y Alexander era muy inteligente. Oso de circo, con mañas y buena memoria. Seguramente se dio cuenta del olvido, no habrá escuchado el ruido de la doble vuelta de llave. Curioso, puso su manaza sobre la tranca de la reja y simplemente, la corrió. Abrió el portón. Salió. Vladimir se torturaba asegurando que lo buscaba a él. Quién puede saberlo. Alexander caminó por los desiertos senderos del Zoológico hasta que un cuidador lo vio. Asustarse y correr a buscar el rifle con narcótico fue una sola cosa. Pegó el grito y salieron otros guardias. Como si Alexander fuera una fiera enfurecida –y no lo era-, varios guardias descargaron sus rifles sobre él.

Alexander se durmió casi inmediatamente. Pero no despertó nunca.
Lo más difícil fue explicárselo a Vladimir, que se pasó el resto de la noche llorando y acariciando el cuerpo exánime del oso, mascullando ininteligibles palabras en polaco, en un tono que iba de la ternura a la ira.
Los dueños del circo se ocuparon del papeleo y de convencerlo de que debía dejar el cuerpo de su oso en el lugar. Recibió innumerables pedidos de disculpas que o no escuchó, o no entendió, pero que en todo caso no le importaron.

Cuando llegó a Mar del Plata, Vladimir se ocupaba casi en piloto automático de los osos que le quedaban. Los quería, pero no como a Alexander.  
Vladimir era–dicen- una sombra de lo que había sido.

Yo conocí sólo esa sombra. Tenía un olor profundo y raro que luego me explicaron, era olor a oso. No hablaba con nadie y su mirada era oscura y huidiza. Cuando el circo apagaba las luces tras la última función de la noche, sacaba a sus osos a hacerlos caminar y entrenarlos. De día, prácticamente no se lo veía. Por ordenanza, tampoco hubieran podido trabajar sus osos, así que él prefería quedarse encerrado en su carromato. Aunque el circo estuvo toda la temporada, me enteré de su presencia unos días antes de que se fuera, de casualidad, así de encerrado estuvo. Lo vi tan raro, tan sombra, que pregunté acerca de él y me contaron su historia.

De tanto en tanto, tengo novedades del Circo y sus habitantes. De Vladimir nunca supe más nada. 

miércoles, 1 de junio de 2016

"La recagué a palos"
por Susy SCANDALI

"Recagué a palos a mi mujer. La recagué a palos. No sé qué me pasó. Cuando me di cuenta estaba en la 44, tenía un balazo en un costado y me empecé a enterar de lo que había hecho. Me habían tenido que tirar un tiro, la cana, para que parara de pegarle. Cuando me di cuenta me quería matar. Encima ella es tan buena...".

Matías es un pibe de 27 años, reciclador, hace doce años que está en pareja con la piba a la que, como él dice, hace un par de meses, "cuando jugaba Argentina" él "cagó a palos" sin saber por qué.

El grupo de hombres que habitualmente asiste a las sesiones de Víctimas de su propia violencia (porque la mayoría son hombres y de hecho, el grupo nació como "grupo de reflexión de hombres violentos"), es hablador. Todos quieren hablar. Todos quieren contar su historia -cuando se sueltan, claro está-, todos quieren opinar, participar... pero cuando el pibe dijo lo que dijo, se hizo un silencio. 

Un largo silencio. "Mi mujer estaba embarazada", dijo el pibe después. Y siguió. "Era la segunda vez que estaba en cana, la primera fue hace unos cuatro años, por robo...". Y "mi viejo es alcohólico. Mi vieja se cansó de los golpes y se fue, dejandole los once pibes, de los que yo soy el mayor. A mi me echaron a la calle porque estaba de novio con la piba de la esquina. Tenía 13 años y ella 14. La dejé embarazada...". 

El viento soplaba cada vez más fuerte afuera, con violencia. Pero era adentro donde la violencia podía respirarse, casi tocarse. Y el pibe seguía..."la dejé embarazada y la madre la hizo internar en el Gayone. Yo un 31 de diciembre la fui a buscar y la hice escapar, saltando las paredes. A los dos días nació la nena. Y vivimos en la calle durante bastante tiempo...".

"Me fumo de ocho a diez porros por día", dijo después..."y me tomo unas cervezas. Bueno, tomaba. Hace casi un mes que no tomo nada. Cuando me di cuenta de la cagada que me había mandado por estar puesto...".

"Diez fasos te fumás?", saltó otro, de la misma edad,uno que está intentando rescatarse yendo sin faltar al grupo, de viernes en viernes. "Si, bueno, acá hay que decir la verdad, no?...". Y Jorge Mensor, el sicólogo, rápido: "acá no juzgamos a nadie, si no decís la verdad no sirve...seguí...". Y siguió: "yo la quiero, es tan buena!...es laburadora, yo la amo loco, la amo, no sé por qué la cagué a palos, pero la cagué a palos...y estaba embarazada. Tengo una nena hermosa y un nene lindo, inteligente y otro en camino...pero yo al escabio lo viví afuera y adentro, a mi hermano lo mataron por medio kilo de faso, delante mio...no pude zafar de esto...pero quiero salir. Me estoy portando bien, la estoy enamorando de nuevo...".

La violencia es cíclica: el golpe, el arrepentimiento, la luna de miel...y el golpe otra vez.
Puede un pibe como Matías, escapar de esta violencia, mamada desde la cuna?...

El grupo suele hacer milagros. Cuando se plantean casos como éste -y no son pocos-, vuelvo a repensar si será posible el cambio.

Y siempre me digo: si no logramos que el hombre salga de la violencia, seguirá habiendo mujeres golpeadas.

Sólo soy la "relatora" del grupo. La que recoge las historias. Las que un día se harán libro para que sirva de experiencia, para analizarlo, para estudiarlo. Para cambiar algo.

Algunas historias -si no todas-, te van marcando. Algunas, como ésta, cambian algo. A mi, me abren la cabeza. Me ayudan a entender. Me cambian la vida.



martes, 24 de mayo de 2016

El parroquiano

por Susy SCANDALI

Se instaló en la silla de siempre, en la mesa de siempre – la que daba a la ventana, le gustaba ver pasar a la gente, en verano las pibas con remeritas ajustadas, en invierno hombres y mujeres apurados, luchando contra el viento -. Pidió lo de siempre –arrancaba con un cafecito, pero el mozo ya sabía que cuando volvía a levantar la mano, era por una ginebra y luego otra…y otra-, desplegó el diario, viejo para esas horas, arrancando por los fúnebres. Un vistazo rápido a deportes, alguna nota de policiales si le llamaba la atención el título y  ya estaba. A esa altura de su vida, se decía, lo único importante era quiénes lo habían precedido en el inevitable camino hacia la muerte y quién había pateado un gol, que tampoco le importaba demasiado…en realidad, ya nada le importaba demasiado.  Pero cuando llegaba a esa reflexión, ya andaba por la segunda ginebra y empezaban a confundírsele las muertes con los goles.

Esperaba. Alguien iba a hacerse cargo de la guitarra colgada de un clavo en la pared y entonces empezaría lo que esperaba todas las noches. Por lo general, era algún pibe el que empezaba la rutina. Un virtuoso, a los que él solía mirar con desconfianza, así como miraba a todos los pibes. Con desconfianza y con envidia.

En algún momento, levantaría la mano con la copa de ginebra, como para pedir cancha. Era su momento de protagonismo. Aunque fuera efímero. Aunque todos ya conocieran su repertorio, escaso y reiterativo. No se detenía a mirar las caras, en las que hubiera leído “¡otra vez!”, las miradas cómplices de los pibes, que se codeaban entre ellos. La caridad de alguna piba que en voz baja pedía silencio, porque “pobre viejo…”.

Y allí se levantaba, con esfuerzo, agarrándose de la mesa con la mano libre y corriendo la silla de manera teatral. Y recitaba. Levantando la voz, impostándola, con gesto doliente. Recitaba  la única poesía –¿poesía?- que sabía, la que él decía que era propia, pero que todos sabían que no lo era. El pibe de la guitarra, como siempre, le regalaba acordes profundos, como la circunstancia lo ameritaba: su poesía hablaba de tiempos pasados, de viejos organitos, de un amor no correspondido, de venganza, de muerte.

Los parroquianos, le regalaban el aplauso.Volvía a sentarse y levantaba la copa vacía de nuevo, sabiendo que esa ginebra corría por cuenta de la casa.

Tomaba la última copa y volvía a levantarse, otra vez con esfuerzo y ahora tambaleando. Las calles de La Perla lo devoraban con su oscuridad. Como si se perdiera para siempre.Pero mañana volvería. A la misma mesa, en la misma silla, con el diario doblado bajo el sobaco, a reiterar el ritual. Unico motivo de mantenerse vivo.

Mapuche

por Susy SCANDALI

La fria crónica policial dirá que “un hombre falleció ayer por la tarde al caer del murallón del balneario “Terrazas del Mar”, a la altura de la calle Ayacucho…”.

Y ahí terminará todo, porque no habrá ni “familiares que acudieron al lugar presos de una crisis de nervios”, ni un informe que diga que “el hombre era un reconocido comerciante…o empresario…o… “, nada de eso. Porque al “Mapuche”, lo conocíamos solamente los del barrio. Y conocerlo es decir mucho: lo veíamos, todos los días, deambulando por la costa, de Plaza España unos metros para adentro y unos metros para afuera, hasta que a la nochecita bajaba por la escalera vieja del Terrazas, para acostarse en su refugio: debajo de la galería si llovía, bajo el cielo si no llovía. Siempre con  su perro negro, un fiel compañero que se bancaba las caminatas sin ton ni son del Mapuche, sus monumentales borracheras, el hambre de todos los dias y quién sabe cuántos improperios, todo a cambio del enorme amor que su dueño le brindaba, cosa que no es poco, en estos tiempos de indiferencia incluso entre humanos.

Será por eso que el perro se tiró sobre el cuerpo sangrante del Mapuche, como abrazándolo, como seguramente lo abrazaría todas las noches y tuvieron que arrancárselo de encima para cargar el cuerpo en la ambulancia.

Del Mapuche nadie sabía nada. Quien sabe si tendría documentos. Lo más probable, es que no los tuviera. Lo único que sabíamos los que vivimos por La Perla, es que no faltaba a ningún acontecimiento importante del barrio. Así es que estuvo agitando la bandera de la “Metele Pata”,  cuando la murga festejó su primer año con una movida en España entre Ayacucho e Ituzaingo.

Así como también estuvo cuando el “Carpo” –en Ituzaingo y la costa- inauguró su monumento a Pappo: fue uno de los más divertidos concurrentes, gigante vaso de cerveza en mano, coreando todos los hits de Napolitano y hasta arriesgando unos pasitos de rock, con su frágil equilibrio.

En una época, vendía láminas de Florencio Molina Campos, que andá a saber de dónde sacaba. Vender es un decir: si no tenías plata, te la regalaba.

Es que a él la plata no le interesaba. Para nada. O sí: para poder comprarse un tetra y emborracharse tranquilo con el par de amigotes que ayer empezaron a llorarlo y a brindar por su recuerdo. Los únicos que seguramente se acordarán de su perro negro y le tirarán algo de comer, de vez en cuando.

Esta mañana, uno de los pibes de la cocina del “Sanguchazo”, le mostraba a un amigo el lugar donde había caído el Mapuche. Me acerqué y charlamos un ratito de él. Coincidimos: el barrio extrañará  su figura renqueante deambulando por ahí con su perro, sin molestar a nadie. Porque el Mapuche estaba siempre borracho. Pero –volvimos a coincidir- era un borracho querible, un borracho buena onda. Y era nuestro. De La Perla. 

viernes, 20 de mayo de 2016

Desencuentro

por Susy SCANDALI

Bajó a la playa como todos los días. Con sol, con lluvia, con frío. No importaba, aunque nevara tenía que estar ahí todos los días, casi a la misma hora, cerca del mediodía, cuando ya había cumplido con la rutina del gimnasio, paseado al perro y hecho todas las demás cosas sin importancia que hacía por la mañana, para salir corriendo con la sillita y un libro a instalarse en ese mismo rinconcito cerca de la escollera, donde se permitía una hora sin pensar en nada y mirando el mar - más de una vez se preguntó para qué llevaba un libro, si ni siquiera lo abría -.

Fue uno de esos días de disfrute frente al mar, que la vio llegar. El primer dia le llamó la atención su porte elegante, una bella mujer de incierta edad que como él, llevaba una sillita y un libro que, pudo comprobar después, ella sí leía.
Su presencia se fue haciendo cotidiana. Casi a la misma hora que él, minutos más, minutos menos, ella bajaba la estropeada escalera de la bajada de Ayacucho y caminaba unos metros más hacia el mar, para instalarse en otro rinconcito cercano a la escollera, reparándose del viento.
Porque ella también iba con frío, con viento. Y hasta con lluvia. Sólo que en esas ocasiones - como él - se refugiaba bajo la pasarela del vacío balneario. Y se ponía a leer.

Intuía que ella también lo había visto a él, aunque nunca se hizo eco de su presencia. El la miraba, pero ella, nunca.

Un dia bajó sin el libro y le pareció que mientras miraba el mar, lloraba. Ese día trató de mirarla menos, para que ella no lo sorprendiera espiándola con pena.
Eso fue sólo un dia. Después siguió apareciendo, pero siempre iba con el libro y se enfrascaba en la lectura.
No sabía cuánto tiempo se quedaba. El tenía que ir a trabajar, así que se quedaba solamente una hora, pero ella seguía estando allí cuando él desandaba los pasos por la arena y subía la vieja escalera. Varias veces, al llegar al veredón, miró para abajo por si ella lo estaba mirando. Pero nunca lo miraba.

Su presencia se le hizo tan habitual como el mar. A tal punto que ya la esperaba. El dia que ella faltó a esa cita inexistente, él se sintió como vacío.
Fue entonces que pensó que tendría que hablarle, saber quién era, su nombre, donde vivía, qué hacía cuando no leía en la playa. A lo largo de los meses, le inventó miles de personalidades, pero ahora ya sentía la necesidad de saber realmente quién era.

Pensó por qué le estaba pasando eso. Se preguntó por qué tenía que saberlo. Y cuando se hizo la pregunta, se dio cuenta de que increíblemente - esto sólo pasa en las novelas -, se estaba enamorando de esa mujer de incierta edad, elegante, rubia, flaquita y lectora empedernida - lo único que sabía de ella -, que todos los días se ubicaba a metros de él en la misma playa, casi a la misma hora que él, sin importarle el crudo clima del invierno.
Y también se dio cuenta de eso: de que se estaba terminando el invierno. Que había pasado meses mirándola e imaginando quién era y que se estaba terminando el invierno.

En verano, las playas de La Perla iban a estar repletas de turistas a esa hora y sería difícil verla. Es más, si ella sentía la misma aversión que él por la playa en verano, quizás ni siquiera la viera más.

Decidió abordarla. Pensó mil maneras de hacerlo. Hasta lo trató en terapia, donde un risueño terapeuta –no sabía si esto era muy profesional de su parte-, se burlaba de él por las vueltas que le daba al tema. “Si eso es lo que quiere –le decía- por qué no le habla?”, como si fuera tan fácil encontrar las palabras y animarse a decirlas.
Pensó hasta el cansancio, imaginó la forma - las formas -, ensayó en soledad frente a una sillita como la de ella, memorizó las palabras.

Ese dia sintió que era “el” dia. Bajó temblando las escaleras aunque no hacía frio, no tanto como días atrás. Es que para ese entonces, era primavera…

La vio llegar. Con su sillita y su libro. Esperó a que se acomodara y un rato después, se levantó sin apuro y comenzó a caminar despacio, contando los pasos.
Pasó frente a ella, la miró y cuando proyectó su sombra sobre ella, la mujer levantó la vista y le sonrió. El hizo lo mismo.
Pero no se animó a hablarle y siguió caminando. Subió lentamente la escalera sin mirar para atrás. Sintiendo una enorme tristeza, un golpe en el medio del pecho, ese dolor que, dicen, se siente cuando se pierde un amor.